lunes, 31 de agosto de 2009

Bosques que el viento orea


Abriendo caminos de infinita hondura, en la fría mañana, caminaba un filósofo mientras observaba la temprana oscuridad de los pinares a ambos lados del sendero. Cuando empedraba la hierba con sus pasos, la luz dormitaba aún en las montañas, presurosa por acariciar las copas del valle. No había más propósitos esa mañana. El silencio era el único espectador de aquellas filosofías que serpeaban, siempre ascendiendo, por el camino. Se detuvo un instante ante al mundo y el mundo se detuvo por dos veces para escucharle, pero el filósofo no dijo ni una palabra y esperó a que el mundo hablara. Después de unos segundos maravillosos, con la mirada perdida en el bosque, se hizo amigo del tronco y la roca. Ahora estaba preparado para emprender los pasos hacia la espesura, pues, aunque no conocía todos los rincones del bosque, su destino no era diferente al de la ardilla. La vereda tenía un principio, pero la propia naturaleza impedía su final. Cercado de arbustos de unos diez pies de altura y oculto bajo un techado de filamentos verdes, el filósofo competía con los destellos del sol que ya empezaban a bañar de luz los espacios e incrementaban las tonalidades verdosas de los vestidos. Le había ganado tiempo a la mañana y ahora disfrutaba de su dulce canto y examinaba y escuchaba con interés la palabra de los habitantes salvajes y verdaderos dueños del lugar. Según avanzaba, al compás del sol en su carrera circular, los pensamientos sobrevolaban el bosque empujados por el viento y planeaban cerca de las nubes para buscar respuesta o, simplemente, para encontrar preguntas que legaron otros viajeros. No necesitamos ninguna brújula para encontrar nuestros pasos, pero basta no tener rumbo para perdernos porque hay caminos que no muestran los mapas, sólo se muestran a aquél que los camina y les da significado. Así entonaba su melodía el viento al golpear los árboles y los acordes sintonizaban bien con el filósofo. Su compañía era más abundante que la del sofista o la del político. Él no se encargaba de persuadir, sino de escuchar y no gobernaba, al revés, lo gobernaba y cautivaba la virtud que siempre acompaña al hombre libre: lo desconocido es como la luz intermitente de un faro construido entre la niebla. Brilla de vez en cuando, pero no puedes evitar seguirla. ¡Al mar del bosque te adentras viajero! De esta manera hablaba el camino cuando un estrecho claro se avecinaba y el filósofo lo escuchaba con un silencio casi sonoro. Un olivo se retorcía sobre su tronco para alcanzar el cielo, sus ramas se suspendían elegantes ante un pequeño arroyo que cruzaba por un lado y salpicaba con sus diminutas gotas la orilla, el tacto del sol doraba la mirada y las flores culminaban con sus tonalidades la mayor obra de la mañana: el poeta ya había pasado por allí, pensó el filósofo. Su poesía aún se deslizaba por la hierba e intentaba versar aquel claro enrollándose en las ramas. El filósofo escuchaba, siempre escuchaba y seguía abriendo caminos a sus pies. Mientras el día seguía su curso descendente, él aún ascendía perdiendo los pasos en los bosques que el viento orea.

sábado, 8 de agosto de 2009

Oda a Walden

Que hable el cielo allí donde se extiende el silencio mágico
del árbol, del arroyo y la ladera.

I
Crece el sol por la montaña ya cansado de las sombras.
Su canto matutino armoniza bien con la sencillez de Walden.
Lentamente su luz anega el pulido cristal de la laguna,
espejo de los bellos pinos que la cercan,
y un eco de vida empieza a deslizarse por su cuerpo:
el chispear del abadejo, el aleteo de algún pájaro risueño,
la caricia del viento sobre la bóveda del bosque,
el bostezo de una flor, la quietud del joven día.
De vez en cuando, su superficie se ondula levemente
y unas ondas plateadas besan la orilla.
El tinte azur de su rostro atrae a los viajeros
que por naturaleza aman la aventura,
su belleza consume al poeta perdido entre los versos,
su filosofía, colmada de pensamientos ocultos
a cuarenta pies de la superficie,
persuade al pensador y al hombre libre.

II
Por la mañana, cuando aún queda más día por amanecer,
cuando el halcón ya observa con elegancia el horizonte
para emprender su hacienda,
un silbido ininterrumpido penetra en los bosques:
al sur, siguiendo el sendero de raíles y vías,
una locomotora cruza el paisaje
llevando en su seno vestigios de la rutina ciudadana.
Los vagones vibran al pasar y la arena se desliza
suavemente por las laderas.
Al alejarse, la obra de sus pasos se extingue en el silencio.
Por la noche, el crepitar de las estrellas sobre la laguna
compone un canto homérico
y tiñe de esmeralda el reflejo de la luna.
El ulular del búho inunda la colina como si sus notas
fueran la canción del bosque,
y un destello dorado y un susurro nocturno
adormecen el agua.
Sobre ella, las blancas ninfas danzan en círculos
acompasando el latido de la naturaleza,
mientras los sueños propios de la noche sobrevuelan
(en otras esferas de la imaginación)
las copas de los robles frente a la orilla.

III
A veces, la lluvia visita los bosques.
Irrumpe en la laguna con una suavidad transparente.
Las gotas diminutas van y vienen al golpear en la superficie
hasta fundirse en el agua tras un destello plateado.
A veces, abren surcos en lo alto de la colina
o abrazan deliberadamente las hileras de judías
que aún conservan las virtudes de aquel que las plantó.
Otras veces, cuando el invierno desciende veloz
por la montaña
y, libre de su prisión temporal, sacude los brazos,
la nieve cubre con su vestido la laguna:
ahora su fondo son metáforas de hielo.
A lo lejos, cruzando el sendero hacia la colina,
un viejo colono, sujetando una varita de avellano,
cuenta historias venideras o de otros tiempos
mientras el viento acompaña sus palabras desde la montaña
balanceando las hojas como un arpa,
acariciando los pinares con dulzura.
Unas veces, narra el nacimiento de Walden
desde aquellos cedros hasta más allá
de la granja de Baker,
otras, con el humor del arbusto y la hierba,
cuenta cómo una mujer india le concedió su nombre
a la laguna.
También, debido a una divinidad natural,
suele pasear por estos bosques una anciana dama,
invisible al tacto de los ojos,
capaz de recordar cada fábula que escapa a la memoria.

IV
En las largas tardes de las estaciones más cálidas,
después de que la gran estrella empiece a declinar
en el tapiz de nubes azuladas,
un estruendo de tambores ocupa el silencio del valle.
Los himnos suenan desde Acaya hasta Troya:
entre las astillas, dos ejércitos de hormigas luchan
hasta la muerte,
quizás por una bella Helena,
quizás por la inmensidad de la laguna.
¡Ay, tan perecida es la guerra de los hombres!
¿Cómo abandonar el campo de batalla,
rodeado de cañas doradas y nogales?
La bandera de la batalla no es otra que aquellas
bayas preciosas de color carmesí
suspendidas sobre las cabezas de los combatientes,
ondeadas por los suspiros de la lucha.

V
¿Y si pudiera yo perderme en los espacios que habitas?
¿Dónde descansa el corazón que exalta tu pureza?
Habría que perder los pasos, entre los enebros
y las frescas fresas,
para advertir la vasta extensión de las cosas
y encontrar la veleta del hombre.
¡Escucha el canto de aquellos trovadores bajo tus brazos!
Ellos han querido desaparecer en tu belleza,
unos con la lira en ristre recogen las piñas
como si cada una de sus leñosas prolongaciones
fueran la musa de sus versos,
los otros, flautistas de Walden, envuelven con dulces notas
–que ascienden en espiral por los troncos de los árboles–
la atmósfera de la laguna.
De este modo, entregan su arte a la naturaleza.
Los niños, todavía con su carácter salvaje,
inocentes, amigos de la roca,
buscan arándanos dichosos y despreocupados,
tan libres como los sauces o los vientos.

VI
Si cayeran los muros de la historia.
Si se extinguiera el conocimiento y sus creadores.
¿Acaso podrían alterar el curso de sus aguas?
Aún muriendo jóvenes los alisos de la orilla,
vencidos por la mano de las crecidas
en los periodos más inusuales, extraños y hermosos del año,
¿Qué impedirá que vuelvan a crecer cuando mengue
la laguna?
La arena será más pura y lisa que antes.
El poeta le ha puesto rima a cada álamo del camino,
incluso un aire de divinidad mece silenciosamente las hojas
y simpatiza con los cielos:
¡A los ojos del dios, esta
charca es infinitamente
más preciosa!

¿Y si fueras, Walden, el bastón perfecto?

¡Que se aparte el tiempo de tu orilla!